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Artículos y entrevistas

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«Adicciones»

Por Santiago Deymonnaz

«Aprovechemos el insomnio para intentar lo imposible: describir la adicción» Jean Cocteau, Diario de una desintoxicación

Hoy solemos entender la adicción como el hábito de quien se deja dominar por un otro: por alguna sustancia (las drogas, el tabaco, el café), por alguna actividad (la adicción al juego, la adicción al trabajo), por alguna relación (un amor adictivo). Pero si nos remontamos a uno de sus primeros usos, la adicción adquiere otro estatuto y se convierte en un decir, ‘un decir a favor del otro’ (este sería el significado del verbo latino addicere, significado que estaría presente todavía en expresiones como «aquel es un intelectual adicto al régimen»). Pues bien, creo que si queremos acercarnos a cualquier adicción, no debemos pasar por alto este sentido inaugural, esta idea de la adicción ya no como un hábito sino como un decir: el discurso del adicto, la puesta en palabra de una experiencia que debe ser escuchada.

En lo que respecta a las drogas, la psicoanalista Sylvie Le Poulichet (Toxicomanías y psicoanálisis) sugiere que la estigmatización de la adicción en nuestra cultura y los acercamientos clínicos convencionales dificultan esta escucha. Pensar la droga como flagelo convierte al adicto en víctima pasiva, borrándolo como sujeto, silenciándolo. Pensar la adicción como una dependencia fisiológica duplicada por una dependencia psicológica (sometiendo así lo «psíquico» a las mismas regulaciones lógicas que lo «fisiológico») también tiende a excluir al sujeto de su acto, de su palabra. El adicto es puro cuerpo, pero cuerpo fisiológico, sin lenguaje. En estos discursos, la droga parece adquirir vida propia y apoderarse del individuo.

¿Es realmente así? Y, en todo caso, ¿por qué esta tendencia a negar al adicto, a borrarlo como sujeto? El adicto representa siempre una amenaza para la sociedad, un elemento tóxico en el cuerpo social (algo lógico en una sociedad en la que el individuo ha cedido la gestión de la vida a poderes superiores). El adicto es aquel que se entrega en cuerpo y alma a una sustancia peligrosa, maléfica. Lo cual en parte es cierto, pero no solo por sus efectos nocivos sobre el cuerpo (pensar al adicto como un ser que se autodestruye es una simplificación que vuelve a silenciarlo), sino también por su carácter inestable, por su esencia ambigua. Las drogas en un sentido amplio son sustancias que así como pueden envenenar, también pueden curar; así como pueden matar, pueden dar placer. Cocteau apuntaba ya en su diario que «la ciencia no sabe separar los principios curativos y destructivos del opio». En la misma línea y siguiendo la estela abierta por Platón y reelaborada por Derrida, Le Poulichet retoma la noción de farmakon. El farmakon encierra a su propio contrario: es solo el acto de la prescripción el que le asigna su identidad, el que traza la línea de separación entre el remedio y el veneno. Solo un paso media entre ambos. El farmakon es reversible, y por ello introduce un riesgo, un peligro que se intenta acallar, porque si se lo escucha es muy fácil perder el equilibrio.

Pero en el decir de la adicción no es el farmakon el que habla. No es en las experiencias narcóticas o psicodélicas (en el viaje), no es en el placer de un cigarrillo, donde debemos escuchar este decir, sino en los efectos que produce su retirada, en el malestar o en el dolor que provoca. Cocteau lo sabía e intentaba escuchar la abstinencia: «Aconsejo al enfermo que lleve ocho días de abstinencia que hunda la cabeza en un brazo, que pegue la oreja a ese brazo y que espere. Devastación, motines, fábricas que vuelan por los aires, ejércitos que huyen, diluvio, la oreja escucha el apocalipsis de la noche estrellada del cuerpo humano». Le Poulichet lo precisa: la abstinencia pone directamente en juego la investidura de zonas corporales. Para estos autores, el adicto vuelve a ser otra vez cuerpo, pero un cuerpo atravesado por el lenguaje. Porque si al ingresar el tóxico se opera una detención del deseo, la desintoxicación hace aparecer de nuevo la falta, reintroduciendo al sujeto en el circuito del deseo, reintroduciendo la palabra en el cuerpo.

«En mi opinión, el drama del opio no es otro que el drama de la comodidad y de la incomodidad. La comodidad mata. La incomodidad crea». Para Cocteau, en el juego de la presencia y la ausencia del opio, en la experiencia de la adicción, resuenan ecos del germen de la creación artística. Pero no tanto por abrir las puertas de la percepción, sino por el desequilibrio que trae consigo, por la irrupción de una discontinuidad, diría Le Poulichet. El equilibrio produce inercia y la falta de equilibrio produce intercambios, y en el intercambio se gesta lo nuevo. Para Cocteau, el artista es un equilibrista: en el arte, solo el riesgo vale la pena. Se trata, por supuesto, de una visión moderna del arte, pero de una visión que no ha perdido toda su vigencia.

No es cuestión de hacer una vindicación de las adicciones, sino de comprenderlas, de acercarnos a ellas sin miedo y escuchar lo que nos dicen, lo que nos pueden enseñar de nosotros mismos, incluso de aquellos que no nos consideramos adictos. En la lectura atenta de los textos de Cocteau y Le Poulichet hay claves para hacer oír aquellos excesos que el tóxico fabrica en el cuerpo y en el discurso, ese decir de las adicciones. La literatura y el psicoanálisis son tal vez vehículos privilegiados para esta tarea, siempre que no caigan en estereotipos y que sean sensibles a la palabra convertida en acto, a la palabra inscrita en un cuerpo.

Y aquí, el teatro (que es tanto una palabra como un cuerpo) tiene mucho que decir.

*Santiago Deymonnaz es profesor de Literatura en el Curso de Estudios Hispánicos de la Universidad Carlos III de Madrid y miembro de FLACSO España.

Neddles and Opium © Nicola Frank Vachon