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Entrevista con Robert Lepage

Por Miguel Ayanz
«TIENES QUE PROBARLO TODO, LO IMPENSABLE, LO MÁS LOCO, Y AL FINAL APARECE LA SENCILLEZ EN TODA SU BELLEZA»

El célebre director canadiense Robert Lepage y su compañía Ex Machina regresan al Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid con Needles and Opium (Agujas y opio), un viaje de adicciones y amor que reformula su montaje de 1991

En 1949, Miles Davis enferma de amor y de heroína en París. Casi a la vez, Jean Cocteau hacía el viaje inverso, de la capital francesa a Nueva York, para descubrir el desencanto mientras luchaba con su propio demonio, el opio. Cuatro décadas después, Robert, un artista de Québec, descubre que el amor puede ser una droga. Robert es Robert Lepage, actor, director, cineasta e ilusionista de historias que se desenroscan como dragones y objetos tecnológicos llegados del futuro del teatro.

En 1991, mezcló las tres peripecias, la de Cocteau, la de Davis y la suya propia, en uno de sus relatos escénicos, Needles and Opium. Casi un cuarto de siglo después, el canadiense ha recuperado este viaje de agujas, opio, jazz y desamores, con el actor quebequés Marc Labrèche como protagonista, y el XXXII Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid lo trae a Madrid. Así nos lo cuenta el propio Lepage, un tipo inquieto, amable y siempre con la risa presta. Nos atiende por teléfono desde Québec, donde está la sede de su compañía, Ex Machina, todo un referente de los escenarios internacionales.


PREGUNTA.- Needles and Opium viaja hasta uno de sus primeros trabajos, un montaje de 1991 que interpretó usted mismo al principio. Esta es una nueva producción...

RESPUESTA.- Sí, completamente nueva, muy diferente de la que hicimos hace veintitantos años. Cuando la montamos la primera vez era muy monolítica, un espectáculo unipersonal en el que yo estaba solo en el escenario interpretando a tres personajes y valiéndome de la tecnología de aquel entonces: algo de proyecciones y un poco de juegos de sombras. Tanto mi compañía como yo hemos evolucionado mucho y el lenguaje de la tecnología y el vocabulario teatral lo han hecho también. Hubiera sido un poco deshonesto pretender hacer hoy lo mismo que entonces. Para mí, fue una buena ocasión para revisar el espectáculo y darle un sentido más tridimensional y con más de un intérprete. Sigue siendo unipersonal, porque el actor protagonista defiende el personaje de Jean Cocteau, pero hay otro, que tiene algo más de bailarín y acróbata, que interpreta la parte de Miles Davis. Incluso hay una aparición de Juliette Gréco. El espectáculo es más sensual, porque hay más carne en escena.

P.- Por lo que cuenta, ¿el desarrollo de la manera en que entiende la escena y de sus historias corre paralelo al avance de la tecnología y a los medios de que dispone?

R.- Sí, pero hay también un aspecto relacionado con la edad: cuando piensas de nuevo, 25 años después, en un espectáculo sobre el amor perdido que hiciste a los treinta y pocos, estás en un lugar diferente. ¡Con suerte, habré madurado y el actor también! El espectáculo ha sido reescrito completamente: tenemos más experiencia vital. Además, en el show hay muchos fragmentos de Cocteau. Él escribió su Lettre aux Américains (Carta a los americanos), texto del que recitamos extractos. Pero cuando creamos aquella producción fue 10 años antes de que ocurriera el 11-S. Lo que Cocteau tiene que decir sobre la sociedad americana resuena de forma diferente hoy. Por eso hemos editado algunas cosas. El contenido del espectáculo ha evolucionado tanto como su forma.

P.- Se ha hablado y escrito mucho sobre la relación entre las drogas y la creatividad de artistas y escritores. ¿Cómo aborda este punto el montaje?

R.- Hay una cita de Cocteau que es su apología del opio. Describe lo difícil que fue para él desintoxicarse. Pero también habla sobre la grandeza del opio y lamenta lo inaccesible que resulta y el hecho de que no sea una sustancia inofensiva. El montaje hace una especie de defensa de esta idea, de que hay una forma de mirar a la vida diferente cuando consumes drogas. Hace 20 años fuimos invitados a Hong Kong con este espectáculo, ¡y nos pidieron que cortáramos ese monólogo! (risas). Dijimos que no. Después querían que quitáramos una escena en la que aparece una jeringuilla gigante. Y, finalmente, que elimináramos cualquier referencia a las drogas… y hasta el título (risas). Yo lo entendía, porque en aquellos días en Hong Kong podía verse como una provocación. Así que finalmente no fuimos. Pero el espectáculo no fomenta las drogas, sino que muestra a dos artistas que fueron arrastrados a ellas por razones emocionales, no en busca de inspiración.

P.- Ha hablado de provocación, pero jamás habría dicho de usted que sea alguien que busque la controversia. No me parece que sea algo que le interese en absoluto.

R.- No, aunque por supuesto espero que el espectáculo invite a la gente a reflexionar. Pero creo que es tarea del artista poner las cosas en cierta perspectiva, verlas desde un punto de vista poético. Un buen artista no se come la comida de su público; le deja a éste que la coma y la digiera por sí mismo, y que decida. Es un poco como un bufet: el espectador tiene que poder tomar lo que quiera, y, con suerte, elegirá bien.

P.- Sé que la música es importante en sus trabajos, pero me atrevería a decir que no lo es tanto como la luz o los audiovisuales. ¿Es así?

R.- Lo que ocurre es que se me ha asociado mucho al mundo de la imagen, porque empleo una gran cantidad de elementos nuevos de alta tecnología. Me interesa usar nuevos lenguajes y eso es todo muy visual, por eso la gente a veces no escucha o no percibe mi interés por el sonido y la música. Cualquier cineasta te dirá algo parecido. La gente no le da la importancia que tiene, pero es lo que hace que una película funcione. Su papel es no llamar la atención, pero está ahí.

P.- De hecho, usted tiene una fijación con la voz. Aquí está presente al elegir a Cocteau, autor de La voz humana. Y otro de sus montajes de los últimos años, Lipsynch, abordaba diferentes curiosidades de la voz…

R.- Solo cuando hago ópera diría que es obvio que la música es el subtexto de cualquier palabra que se canta. He aprendido mucho de trabajar en la ópera. Estoy interesado en ver cómo ese uso de la música puede ser transferido al mundo del teatro.

P.- En escena vemos una llamativa escenografía con forma de cubo que rota sobre sí misma. ¿Cuánto peso tiene en la historia?

R.- Se convierte en un objeto vivo. La arquitectura en el teatro es siempre muy decorativa, y yo creo que cada elemento debería jugar un papel. Para mí, la escenografía es muy importante en todos mis montajes, tiene que ser un personaje en sí mismo, tener un papel y estar viva. La razón por la que esta rota y ofrece muchas soluciones es porque el mundo de las drogas es brumoso y alucinógeno. Por eso me permito tratar de buscar ambientes arquitectónicos que desafíen también al público. Todo transcurre en diagonal. Es una ilusión y para los actores es muy difícil hasta caminar por el suelo. Hay algo en el surrealismo de Cocteau que encaja en lo que hacemos con esta escenografía. Para mí es parte de la narrativa.

P.- En general, en sus trabajos, ¿qué surge antes, la idea que quiere contar o encontrar la puesta en escena que encajará en esa narrativa?

R.- No empiezo necesariamente por el espacio, pero trato siempre de buscar esa metáfora poética, algo que sea lo suficientemente rico. Por ejemplo, cuando monté Lipsynch, el comienzo fue un día que viajé en avión y a mi lado, en primera clase, iba sentada una soprano leyendo sus partituras y estaba teniendo problemas para concentrarse porque había un bebé llorando al final del avión, en turista. Tenías allí las formas más y menos sofisticadas de la voz humana. Era un contexto interesante, que nos empuja a pensar en cómo podemos representar un avión en escena, un punto de partida muy bueno. Y no sé dónde va a llevarme: puede acabar en un espacio vacío o en un proyecto arquitectónico enorme.

P.- Hemos hablado de la escenografía, el sonido, la tecnología… A menudo es lo que destaca en sus espectáculos. Pero antes que todo eso, sus montajes son narraciones bien armadas. ¿Se ve retratado por la imagen del brujo que sienta a la tribu en torno al fuego para contar una historia?

R.- Para mí eso es lo que la gente en el teatro ha olvidado en general. Hay muy buen teatro ahí fuera que admiro, pero también otro muy malo, porque no entienden que el teatro va de contar historias. Los actores a veces se pierden en sus interpretaciones, y no se trata de ver a gente actuando. En general, la gente del teatro olvida que se trata de eso, de reunir a personas en una sala y aceptar una serie de convenciones.

P.- Usted es además el autor de algunas de esas historias que narra, aunque no siempre. ¿Qué importancia tiene para usted la escritura?

R.- Lo soy, pero cuando hago un espectáculo en solitario. Cuando trabajo en uno con más actores, todos son autores. No somos lo que podrías llamar buenos dramaturgos, porque tenemos diferentes educaciones y culturas. Procedemos de diferentes lugares del mundo, así que no hay coherencia en la escritura o en el estilo, pero la historia, el contenido, sí es coherente. Eso a veces le extraña a la gente del teatro que procede más del mundo literario y espera que el teatro sea algo escrito tan solo por un autor. Yo respeto eso, pero creo que también puedes hacer un gran trabajo con personas que no son escritores oficialmente, sino contadores de historias, actores, cantantes de ópera. Es otra forma de escritura que debería ser fomentada tanto como escribir en el sentido más literario del término.

P.- Para terminar, ¿puede contarme algo acerca de su próximo espectáculo, 887?

R.- Trata sobre la memoria, que acaso sea un tema demasiado amplio, pero es una obra muy personal y, de nuevo, un solo. 887 es la dirección del edificio de apartamentos en el que me crie entre los 2 y los 12 años en los 60. Trata de la pérdida de la identidad que conlleva la pérdida de la memoria. Pero también sobre el teatro. Nos olvidamos a veces de que la base del teatro es la memoria. El primer elogio que recibes de tus tíos y tías cuando van a verte actuar es «¡qué memoria tienes!». Es un montaje más autobiográfico que otros, sin ser pretencioso, sino algo muy sencillo.

P.- Al hilo de esto último, en muchos de sus montajes, detrás de lo complejos que puedan parecer, ¿se percibe al final una búsqueda de la simplicidad?

R.- Bueno, hay una carta que Frédéric Chopin escribió, lo último que dejó escrito, en la que decía: «Al final, está la simplicidad». Si tratas de empezar en ese punto no lo lograrás. La simplicidad es algo que se consigue al final. Tienes que empezar a hacerlo todo complicado, probarlo todo, lo impensable, lo más loco, y al final aparece la sencillez en toda su belleza. 

Needles and Opium © Nicola Frank Vachon