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Entrevista con Rodrigo García

Por Pablo Caruana

“Esta es mi obra más fantasiosa, ficticia y demencial”

Rodrigo García regresa a Madrid para estrenar en el XXXII Festival de Otoño a Primavera una de sus últimas creaciones, Daisy, llena de madurez y rigor, donde le acompañan en estado de gracia dos de sus actores fetiche, Juan Loriente y Gonzalo Cunill.

 

Rodrigo García (Buenos Aires, 1964) lleva casi tres años sin pisar Madrid. Y siempre es buena noticia que vuelva. García es madrileño aunque no lo sepa, aunque muchos no quieran saberlo. Es esta ciudad quien lo vio emerger y cambió con él; y todavía hay gente que te cuenta cómo fue aquella obra de Los tres cerditos en 1993 en el Teatro Pradillo o Protegedme de lo que deseo, con Chete Lera, Patricia Lamas y Miguel Ángel Altet. Incluso hay un bar en la calle Martín de los Heros en el que sigue estando colgado un cartel de esta obra de 1998. Intenten comprárselo al dueño. Y es que en Madrid se quiere a García porque su teatro durante dos décadas caló hondo, ensanchó la escena. Y no solo por sus textos, como cierta visión reducida de la crítica quiere verlo (incluso llegando a decir la burrada de que hay que atarlo a una mesa); si no porque García convierte el espacio teatral en verdadero espacio cívico, ético y estético, donde cabe todo: arte, cuerpo, actores, política, personas, crítica, poesía, devastación, belleza… El último montaje que vimos de él en Madrid fue Gólgota picnic en el Teatro María Guerrero en 2011. Pero, curiosamente, desde que sus trabajos han pasado a girar por todo el mundo, ha sido más difícil ir viéndolo por la capital. Trabajos como Jardinería humana (2003), Accidens (2005), Arrojad mis cenizas sobre Mickey (2006) o Cruda, vuelta y vuelta, al punto, chamuscada (2007), inexplicablemente, no han pasado por esta ciudad. Así que, lamentablemente, es un verdadero jolgorio y acontecimiento que una de sus últimas piezas, Daisy, llegue por fin a Madrid. Doblemente jolgorio ya que la obra destila madurez, rigor y cuenta con dos de sus bestias escénicas en momento de gracia: Juan Loriente y Gonzalo Cunill. García, además, dirige desde enero de 2014 el Centro Dramático Nacional de Montpellier- Languedoc-Rosellón. Primera vez que un extranjero lo hace en Francia. Centro que lleva un año remodelando. De Daisy y de su nueva aventura como director de un teatro nacional hablamos.

 

PREGUNTA.- Primero estaría bien hablar de los actores: Juan Loriente y Gonzalo Cunill. Podría recordar ese momento en el que se decide que para esta pieza son ellos dos quienes tienen que estar.

 

RESPUESTA.- Siempre es lo primero: con quién vas a trabajar. Y, como siempre, no tiene una explicación: es la primera intuición de una cadena de intuiciones: el espacio escénico, el texto, etc. La única cosa que no cambia jamás en mis obras, la única cosa que sé desde el principio, es que Carlos Marquerie me va a acompañar con las luces y con su sensibilidad, inteligencia  y amistad. Lo demás es sorpresa tras sorpresa. Claro que ni Gonzalo ni mucho menos Juan Loriente son una sorpresa en un reparto mío, son compañeros de camino de toda la vida. Lo interesante es que juntos nunca nos sentimos seguros. Que los actores me conozcan bien, no quiere decir que yo vaya a un ensayo más tranquilo, al contrario, es mayor la presión. Ellos saben si vamos bien o mal, si tengo un mal día, una mala semana, si los textos que escribí no son buenos. Trabajar con amigos aumenta la presión.

 

P.- Uno de los aspectos relevantes de obras suyas anteriores era la profanación escénica y textual de los hábitos y usos sociales del occidental medio. Profanarlos para mostrar su reverso, su auténtica naturaleza muerta, incluso desde la denuncia airada que animaba y ansiaba la búsqueda de un hombre nuevo, de otra vida posible. En esta obra, sigue estando. Pero podríamos decir que está de distinta manera, ¿podría hablar de ese cambio o basculación de mirada?

 

R.- Hace rato que dejé de criticar o de interpelar al público, no tiene sentido eso y, además, no hace mella en nadie. Ahora solo veo la realidad como algo que, si es así, es porque ese era su cauce natural. A veces me dicen «usted señala el rumbo desviado de esta sociedad, etc.» y yo respondo que no veo desviación alguna, que vivimos en un mundo que nos merecemos, que hemos hecho. Hoy día soy más proclive a describir con alegría, por ejemplo, cómo una familia utiliza el sábado entero en un centro comercial que a criticar esa elección. Lo que pasa es que entonces debo inventar procedimientos poéticos más complejos. La crítica, la violencia en las palabras, tan recurrentes en mis obras de juventud, la encuentro ahora mismo un camino fácil. Me gusta ese esfuerzo por mirar las cosas que en el fondo considero espantosas como realidades casi de ciencia-ficción (aunque son nuestro cotidiano).

 

P.- En Daisy vemos la preocupación ante la pérdida de las palabras, de poder albergar emociones, ante su deriva hacia una mera dicción o su mera prostitución semántica diaria. Y, aun así, la voluntad de nombrar presente durante toda la obra, de revivirlas. Las palabras motivan dos de los textos más tristes y bonitos de la pieza. Son como el epicentro donde convergen el dolor, el tiempo y la soledad. ¿Cómo explicaría esa lucha?

 

R.- Mi ocupación es el estilo, no tengo otra ocupación mejor porque, agotando horas y horas reescribiendo, me doy cuenta, al final de la jornada, de que tuve un día feliz. El estilo es el destilado de una ética personal que no se corresponde con una moral. Si pensamos en esto, en la relación directa entre ética personal y estilo, entonces comprendemos por qué el cine de acción es lo que es y el cine de Pasolini es lo que es. Al mismo tiempo, intento hacer publicidad dentro de la obra; por ejemplo, hago publicidad de Emily Dickinson, le digo al público: «de acuerdo, vosotros mandáis textos telegráficos por WhatsApp y simbolitos que ríen cuando queréis expresar un sentimiento, pero ¿cómo un smile puede expresar cosas tan distintas como «te amo», «me gusta eso», «te quiero», «me hizo gracia», «es simpático», «te entiendo»?». Hay un abismo entre cada una de estas palabras que acabo de escribir -incluso entre «te quiero» y «te amo»- y ahora se reduce todo a un smile. Entonces aprovecho mi obra para decir: «está la poesía de Emily Dickinson también. Podéis aprender a expresaros con propiedad, es cierto que lleva un esfuerzo, pero el resultado es como un sol». Y así, siento que estoy haciendo buen uso de un espacio público, del teatro.

 

P.- La escena en esta obra está llena de objetos y de animales que se redimensionan en tamaños, funciones y significados al ser manipulados por los actores. Cucarachas que son logias, sillones que son asfixias... ¿Podría hablarnos de cuáles fueron las líneas trazadas de tratamiento escénico, de dramaturgia?

 

R.- El asunto es siempre la materia, qué hacer con la materia. Trabajamos con palabras y al final quedaron muchas en esta obra, no supe quitar más. A su vez, trabajamos con gelatinas comestibles, con tejidos, y de eso no quedó nada. Trabajamos con animales, sí, otra vez los animales… Animales evocadores como los caracoles o las tortugas y animales denigrados por el ser humano como esos perritos que se sientan cuando escuchan la orden del dueño y llevan jerseys en invierno o tienen hora por la tarde en la peluquería. También trabajamos con cucarachas porque tienen muy mala reputación y, vistas como en Daisy, ampliado su tamaño por el vídeo en directo, resultan monstruos primitivos o futuristas. Luego, el ensamblaje de toda esta materia es fruto del azar y de nuestras propias limitaciones, dejamos trabajar la intuición y luego vemos qué comparte el público y qué no. Todo lo que el público rechace, convierte el proceso en una dialéctica interesante. En el fondo, mis obras son platónicas.

 

P.- Cuando salí hace más de un año de ver la obra en Temporada Alta, la sensación era de haber asistido a una pieza de «madurez»; me repetía mentalmente y con solemnidad un poco boba: «Esta obra es una obra de «madurez». Al final, acabé preguntándome: «¿pero, ¿qué quiere decir una «obra de madurez»?». Pensaba en el peso que conlleva cada acción y cada palabra… ¿Qué es para usted la madurez?

 

R.- Madurez es jugar como los niños pero por fin a fondo, ir conscientemente al límite. Los niños ni se imaginan el peligro ni el dolor (luego de experimentar el tortazo o la quemadura o el tajo en la piel sí, pero antes no se lo imaginan). En este caso, desobedecí todo llamamiento a lo teatral efectista, incluso a lo teatral efectivo, porque sentí que el juego consistía en escribir distinto y que era mejor concentrar la energía en eso que indagar en lo escénico propiamente dicho, cosa, esto último, que hago desde hace casi 30 años. Ahora mismo, la madurez consiste en crear a mi alrededor un equipo que me haga sentir aprendiz. Y crear un mecanismo donde yo pueda estar aprendiendo de mi equipo. Con esto quiero decir que mi experiencia vale como los cimientos, intento que no se vean. La experiencia es útil siempre y cuando sirva para generar un tejido nuevo, células nuevas, y así no repetir vicios que no son vicios, sino limitaciones creativas reiteradas. Entonces, en Montpellier mezclo gente que me ha acompañado toda la vida con otros que casi no conozco; y mezclo generaciones; y escucho con mucha atención lo que los artistas más jóvenes proponen. Ni alumnos ni maestros, en vez de eso, un nuevo sistema de intercambio de sueños y miedos. Después, es verdad que soy riguroso…

 

P.- En la pieza están muy presentes Asturias, la vida diaria, la soledad, dormir, soñar, caminar, pensar, irse a comer calamares, drogarse. ¿Cree que esta obra es más impúdica, que se muestra más la vida íntima, personal, que en otras obras? Si es así, ¿a qué se debe?

 

R.- Daisy es mi obra más fantasiosa, ficticia, demencial, pero solo en el terreno de la literatura. Por fin todo lo que cuento es mentira y no tiene nada que ver con mi vida ni refleja mis ideas. Jamás vi a nadie hacer esquí acuático en un lago, jamás me metí caballo, jamás escuché a Beethoven, jamás sentí el desprecio a la humanidad entera que el texto destila; estoy completamente separado de la nostalgia de esta obra, de su sobrecogedora gama de grises (pensamientos gris dorado, pensamientos gris nacarado, etc.). Todo es falso en esta pieza. Como en el INAEM, que se supone que hace algo por las artes escénicas y ya van 26 años demoliendo el teatro creativo en España, 26 años de inutilidad y de vergüenza que yo padecí. Todo es falso en Daisy, como los gobiernos que se suceden en España. Menos mal que esto se acaba en nada, con las próximas elecciones generales.

 

P.- Desde enero de 2014, Rodrigo García está dirigiendo el Teatro Nacional de Montpellier, un teatro público (tradicionalmente en Francia dedicados al repertorio) al que usted y su equipo han dado completamente la vuelta. Cambió el nombre del teatro de «La rosa de los trece vientos» a «Humano demasiado humano», nombre que hace referencia a una de las obras más conocidas de Nietzsche. Y cambió de concepto. ¿Cómo ha sido ese cambio vital y el proyecto de este nuevo centro de creación?

 

R.- Cuando llegué a Montpellier dejé mi casa y mi país y dejé lo más importante: de escribir. No lo sentí como algo duro, porque la creación de un teatro la asumí como una tarea artística, lúdica y poética, aparte de social, claro está. De todas formas, conseguí hacer dos pequeños trabajos, una performance con textos de Humain trop humain de Nietzsche y una performance llamada Flame, con el cantaor de flamenco David Pino, que conozco desde Versus. El trabajo en el teatro ocupa las 24 horas, hasta cuando duermes sueñas con el teatro. Era un centro dramático nacional clásico y ahora es un espacio abierto al arte.

 

P.- Si tuviera que decir algo que cuajó en Montpellier:

 

R.- Fracasé en una cosa: quería que la gente que amaba el viejo CDN de Montpellier al menos me diese la oportunidad de luchar para que no se me fueran. Y me encontré con una mirada muy corta de su parte, con corazones de piedra. Todo lo que no es reconocible, llámese repertorio o artistas del cine en el reparto, todo lo que implica un descubrimiento, un esfuerzo, ellos lo desacreditan y no se dan a sí mismos ni una sola oportunidad: ir a ver qué es lo que hacemos en el nuevo CDN. Emplean un mecanismo de conducta viejo, analógico, industrial, a vapor… para meter todo lo desconocido en una bolsa con las etiquetas banalidad, frivolidad, posmodernidad. Aunque contesté muchas cartas y tomé café con varias de esas personas, viejos abonados al viejo CDN, no pude convencerles. El miedo ahogó su curiosidad, también en el momento de elegir una obra de teatro. Lo siento, sobre todo, cuando se trata de profesores de instituto; me da pena por sus alumnos, que son parte de nuestro público.

 

P.- Y algo que fracasó:

 

R.-Me encanta que te he contestado al revés. Ahora entonces toca hablar de lo positivo, para responder a tu pregunta sobre los aspectos negativos... Hemos conseguido que el público que jamás pisó un CDN venga como si nada. Estamos consiguiendo propagar un virus por la ciudad y la región: el pensamiento actual y el arte son para todos; y dejar claro que no somos Centro de nada, que no somos Dramáticos, ya que nos caracteriza el entusiasmo, ni somos Nacionales, porque hacemos poesía pensando en el barrio. Somos artistas con miedos y preguntas y rabia y optimismo y, sobre todo, capacidad poética. Bajamos a la acera el CDN que estaba en un monte de oro. Por el camino se nos resquebraja y hay que trabajar duro para que no se rompa. Nos apoyamos no solo en las obras que programamos, sino también en ciclos de conferencias, talleres, laboratorios, en un departamento digital que hemos creado para el teatro…

 

P.- Y algo por hacer:

 

R.- Nos tienen que entender mejor los profesores, todos. Los de la escuela primaria, los del instituto y los de las universidades. Si ellos no forman seres humanos capacitados para el misterio y la duda, entonces yo tengo que cerrar el teatro. Nosotros les exigimos mucho: ser casi felices conociendo. Mira, uno va a la universidad a curiosear y, ¿qué pasa?, que apenas si se investiga.

 

P.- Pregunta inevitable pero respetuosa: en la obra se dice: «(…) Llegué a creer que la gente que trabaja en la cultura no tiene tiempo libre para probar los quesos, siempre anda de teatro en teatro, de cine en cine (…)», ¿le está pasando algo de esto como director del Teatro Nacional de Montpellier? ¿Ha tenido que renunciar a muchas cosas?

 

R.- Mi trabajo, al menos como yo lo enfoco, es apasionante y, como el día tiene sus 24 horas, no tienen cabida todas las pasiones que querría seguir manteniendo vivas. Tengo poco tiempo para leer y escuchar música. Poco para amar. Poco para escuchar a los amigos. Y me empieza a faltar lo más importante, el tesoro de todo creador: su tiempo para perder, que es el crisol. Pero como soy ateo y lector del Eclesiastés, ya sé que todo tiene su tiempo bajo el sol. Ahora toca esto. Ya pasaré a otra cosa.

 

P.- Y pregunta de salida: Desde hace aproximadamente un año parece haber una aceleración política en nuestro país: sucesión del jefe de estado, juicios, movilizaciones, un mayor activismo ciudadano, la posibilidad de pasar de un bipartidismo tácito a otro mapa político… ¿Cómo está valorando desde la distancia todo esto?

 

R.- No me siento en la distancia en este asunto. Mi casa sigue en una aldea de Asturias y me gusta ir a comprar pescado a lo de Carmen y ver el fútbol en el Denver. Y mis amigos sin trabajo están en España. Pero esto va a empezar a cambiar dentro de poco, con las próximas elecciones generales, ojalá que anticipadas.

Foto: Christian Berthelot