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«El Deus Ex Machina es un niño»

Por Miguel Ayanz

Hace algunos años, Robert Lepage actuó en Madrid en aquel espectáculo hermoso y accidentado –dejaremos aparte el anecdotario, está en las hemerotecas– titulado The Andersen Project. Digo «actuó» porque aquella vez, como tantas otras antes, el director canadiense fue también actor, protagonista único de un soliloquio basado de lejos en la figura del cuentista danés, que le servía para entrelazar una historia personal y contemporánea. La elección es significativa por lo que Lepage (Québec, 1957) tiene de narrador él mismo. La cara visible del astro internacional es la del juguetero, el hombre tecnológico, el hipnotizador capaz de inventar un llamativo aparato de luces, de servirse de proyecciones o de retorcer los hechos con cámaras de vídeo. Pero el espectador atento descubrirá también a un brujo que no ha olvidado que la tribu se reúne en torno al fuego no para ver las llamaradas sagradas sino para escuchar las historias que nacen de ellas. Y Lepage sabe inventarlas, moldearlas y transmitirlas como pocos. Eso lleva haciendo 30 años ya, desde que comenzó a viaja sobre los escenarios, y 20 desde que en 1994 reunió a una compañía que nombró, quizá con algo de inmodestia pero con buen ojo clínico, Ex Machina. En el teatro romano, el Deus ex machina designa una convención aceptada por actores y público: algo sucedía en escena que procedía, sin más, de la voluntad del dramaturgo o del director, convertido así en demiurgo, en «maquinaria» de los dioses, que no requería más explicación. Lepage sustituye esa aceptación ciega por la narración detallada: en él, la «maquinaria» es la unión idónea de lo narrado y las herramientas elegidas para ello. Una mezcla amena, fascinante y siempre abierta al descubrimiento y el aprendizaje.

A estas alturas, muchos reivindicarán las mismas cualidades: la narración como pilar de su teatro, el entretenimiento inteligente, lo interesante de los temas que aborda. Estos dos últimos aspectos son subjetivos. Solo diré que hay demasiado teatro que confunde la densidad intelectual con la curiosidad virgen que define a la infancia, algo que Lepage, niño grande –se le ve hasta en el rostro, inquieto, un punto travieso–, posee. El primero, en cambio, no es discutible. A menudo, se confunde texto con narración. En el canadiense, el relato es lineal y consecuente: a sus protagonistas les ocurren cosas. Comienzan en un punto, A, para llegar a otro, Z, y entre uno y otro transcurre un abecedario de peripecias, situaciones y laberintos geográficos, físicos y emocionales. Sus historias avanzan de forma cronológica y a menudo implican viajes a tierras extrañas y asombrosas. Viajes en los que Lepage ha sido a menudo personaje, pues muchos de sus espectáculos nacen de experiencias personales. Cuando asombró al mundo teatral de 1988 con su Trilogie des Dragons (Trilogía de los Dragones), estaba creando una historia basada en su propia fascinación por Oriente, con la convivencia entre quebequenses occidentales e inmigrantes asiáticos como pretexto. Veinte años después, retomaría aquel viaje con Le Dragon Blue (2008), una suerte de continuación necesaria con el mismo protagonista, un artista plástico, en busca del amor perdido, como si al director canadiense le hiciesen falta más piezas en su puzle o el relato se le hubiese quedado incompleto. Su necesidad narrativa es un impulso que, como en muchos grandes artistas, nunca da la obra por terminada. Quizá por lo que tiene de científico, de mente inquieta –su primera vocación fue la geografía–, Lepage entiende que el mundo cambia y, con él, la historia y las historias.

Lepage es un chaval con una cámara de Super-8 en las manos que se fija en pequeños detalles que a los mayores, tan aburridos, a veces se nos pasan. Como que con un pincel gigante se pueden escribir caracteres orientales sobre una pared en blanco, se tenga o no tinta, o que con unas tablas se puede construir la ilusión óptica de una mesa. Como si su mirada le mostrase la realidad a través de un encuadre, sus puestas en escena son a menudo –aunque no siempre– desarrollos en horizontal, escenografías completas dentro del escenario. «Esta es la historia, lo que ocurre fuera no importa», parece decirnos. Y así, en la soberbia versión del clásico de Rojas, La Celestina. Cerca de las tenerías, a la orilla del río (2004), que dirigió en España con Núria Espert en uno de sus grandes papeles, dividía el experimento y encerraba la acción en un doble pasillo cúbico; en Le Dragon Blue la historia transcurría en escenarios cambiantes pero que siempre se ofrecían a la vista del espectador; en Lipsynch (2007) recreaba el interior de un avión –luego un vagón de metro–; y en La Géométrie des Miracles (1998), título arquitectónico de por sí, dejaba escenas como una cena alrededor de una mesa convertida en elemento aglutinador. Entre sus estructuras, giratorias, estables o transformables, llamaba la atención una de las últimas, la de Playing Cards: SPADES (2012), una gran coproducción internacional pensada para espacios circulares que nos llevaba a Las Vegas y al desierto de Oriente Medio en el que Estados Unidos lucha sus guerras del petróleo.

Pero, al final, conviene no olvidar que estamos ante un narrador, con algo de trovador antiguo y algo de poeta atormentado. El artista que necesitó arrojar sobre el escenario un mal de amores en aquel Les Aiguilles et l’Opium, que hoy recibimos como Needles and Opium, o el que a través de su recurrente personaje Pierre Lamontagne exorcizó demonios en dos fábulas orientales separadas por 20 años. Por su mirada pasó la tragedia de Hiroshima, en otro de sus montajes fundacionales y más aplaudidos, Les Sept Branches de la rivière Ota (Los siete afluentes del río Ota, 1994), y ha indagadoen las vidas de Leonardo Da Vinci, Frida Kahlo y Frank Lloyd Wright, siempre desde ángulos inesperados. Los mencionados no son más que algunos rostros, quizá los más personales y definitorios, de un hombre que ha dirigido con el Royal National Theatre y con el Cirque du Soleil, que ha montado óperas –el sonido y la voz humana le vienen preocupando e interesando desde hace años–, llevado sus obras al cine y diseñado imágenes y universos visuales para bailarines de la talla de Sylvie Guillem. Es un hombre inquieto, de esa clase de personas con las que, además de disfrutar de sus espectáculos, uno se sentaría a charlar durante horas.

Se podría seguir analizando la obra de Lepage y daría para llenar muchos tomos probablemente y, sin duda, más de un artículo como éste. Su obsesión por Oriente –, Éonnagata…–, sus órdagos temporales con espectáculos de hasta nueve horas, que luego pasan en un suspiro, o su faceta de actor, cómico, tierno, comedido, naturalista, son otros rostros de un grande de los escenarios de las últimas décadas. El Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid me pide un artículo sobre su obra y sería mezquino no reconocer su lugar. Como todo creador, tiene sus altibajos. No todos los espectáculos de Lepage brillan por igual. Pero sus peores momentos rebosan de ingenio, imaginación y ganas de sorprender, incluso cuando no lo consiguen. Sí, como todo artista, tiene sus detractores. Incluso sus enemigos acérrimos, aquellos que no le conceden ni el beneficio de la duda. Creo que a estos, muchos de ellos, por emplear la expresión de los foros de Internet, genuinos haters teatrales, jamás los comprenderé. Un espectáculo de Lepage puede fascinarme o defraudarme, pero nunca dejará de interesarme.

*Miguel Ayanz es periodista especializado en artes escénicas y crítico teatral del periódico La Razón.

Robert Lepage en su espectáculo The Andersen Project. FOTO: Éric Labbé