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Artículos y entrevistas

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LA INTIMIDAD CON LOS CLÁSICOS

Por Alberto Conejero

En 1952, y como parte de sus notas a la puesta en escena de Fausto por el Berliner Ensemble, Bertolt Brecht escribió uno de sus ensayos más celebrados: Intimidación por los clásicos. En este brevísimo texto, el dramaturgo alemán hablaba del peligro de una mirada servil (intimidada) ante los textos clásicos. Una mirada vestida con los estériles ropajes de la fidelidad y de la custodia y que finalmente terminaba arrebatando a los textos su espíritu combativo. Las hijas de esta mirada fueron montajes fríos y terribles, gélidos como una custodia, o en palabras de Brecht: «aburridos, una idea totalmente extraña a los clásicos». En nuestro país, Juan Mayorga se ha referido a esta relación perversa como «salir de cacería al coto ajardinado de la Historia para luego exhibir las capturas como un botín de guerra».

Tan cerca ya de la segunda década del siglo XXI como de su nacimiento, quiero pensar que esta concepción de los clásicos, si no se ha extinguido, es ya residual; que ahora nos acercamos a estos textos con la libertad, alegría y respeto que ha de tener todo acto de creación, de amor. Que nos entregamos desguarecidos, desprovistos de escudos, de certidumbres, de todo lo que el tiempo ha depositado en ellos y no les pertenece. Quizá estamos ya preparados para acudir a su encuentro y asombrarnos y, hay que decirlo, para que ellos, los clásicos, también se asombren. De este modo hombres y mujeres de tiempos distintos nos encontramos en ese tercer tiempo que establece la representación, un «presente» fuera del tiempo, suspendido milagrosamente entre dos épocas, dos mundos, que se reconocen y por tanto, pierden definitivamente algo de su excepcionalidad.

 

Dice Giorgo Agamben que la contemporaneidad es siempre una singular relación con el propio tiempo y que aquellos que coinciden demasiado plenamente con su época no son contemporáneos porque no logran verla. Nuestro encuentro con los clásicos nos permite precisamente encender luminarias sobre la rareza de nuestros días. En el presente fuera de tiempo que instaura la representación (en este caso de un clásico) nos encontramos con «lo no-vivido en todo vivido»: regresamos donde nunca hemos estado o no sabíamos que habíamos estado.

La vieja intimidación por los clásicos ha dejado paso a la intimidad con los clásicos. La intimidad, que es siempre compartida –y por eso el teatro ha de ser un acto siempre íntimo aunque público– y que roza lo indecible, aviniéndose con naturalidad al secreto. Cuando nos acerquemos a los clásicos, no busquemos el espectro que la erudición o nuestra propia idea (un prejuicio) ha querido levantar. Descubrámonos (en todos los sentidos) y disfrutemos de la inquietante e inesperada intimidad con Orestes, Lady Macbeth, Finea o don Juan Tenorio. ¿Qué secreto nuestro conocen ellos?

 

El Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid nos permite ahora disfrutar del Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand, en la mirada del dramaturgo Daniel Loayza, del director Georges Lavaudant y del LG Théâtre. Ellos son los primeros testigos de nuestro tiempo en ese otro tiempo, aquel 28 de diciembre de 1897 cuando la obra fue representada por primera vez en París en el Théâtre de la Porte-Saint-Martin. La primera versión en castellano se estrenó en el Teatro Español en 1899, asumiendo el matrimonio María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza los papeles de Roxane y Cyrano. Desde entonces no ha dejado de representarse, de buscar a sus contemporáneos en las tablas y en las pantallas cinematográficas. El amor ridículo y sublime (quizá como todo gran amor) de Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac sigue acompañándonos, persiguiéndonos, haciendo que nos reconozcamos, que recordemos lo que fuimos y no supimos hasta ahora. Lejos de aquella intimidación por los clásicos, descubramos la intimidad con este libertino melancólico que, década tras década, sigue dictándonos lo trágicamente cómico de nuestras pasiones.

Foto: Hervé All