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Artículos y entrevistas

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Lengua de madera

Por Javier Gallego

Los franceses la llaman langue de bois, lengua de madera. Es esa jerga críptica, imprecisa, enrevesada y a menudo grandilocuente que utilizan los políticos para no contestar a lo que se les pregunta, escurrir el bulto, desviar la atención sobre un asunto o tergiversar la información cuando les resulta incómoda. Desgraciadamente la utilizan con frecuencia. Ben Bradlee, director del Washington Post durante el Watergate, cuenta en sus memorias que lo que aprendieron del escándalo del presidente Nixon es que los políticos mienten casi siempre. De hecho, es sabido lo que el propio Nixon le dijo a su amigo y abogado Len Garment: «Tú no llegarás lejos en política, no sabes mentir».

 

No es, pues, exclusivo de nuestro tiempo, aunque sí está muy extendido, el lenguaje que ensombrece la realidad en lugar de esclarecerla, el discurso que trata de emborronar más que iluminar y la perífrasis que rodea la verdad para evitarla. El poder suele tener mucho que esconder en todo tiempo y lugar pero más aún en épocas difíciles en las que la ciudadanía levanta la cabeza hacia las élites en busca de respuestas. Cuando las cosas van bien, a casi nadie le preocupa lo que anden haciendo por ahí arriba, mientras la riqueza llegue y se reparta también por abajo. Pero cuando los recursos empiezan a escasear, se piden explicaciones a los responsables y es entonces cuando la maquinaria de manipulación y propaganda empieza a trabajar a destajo.

 

Es entonces cuando «el hombre blanco hablar con lengua de serpiente», como cantaba Javier Krahe en Cuervo ingenuo, la canción que escribió para denunciar las mentiras sobre la OTAN con las que Felipe González y el PSOE ganaron unas elecciones. Hoy esa canción vuelve a estar muy vigente entre nosotros. Nuestros mandatarios hablan a menudo con lengua de serpiente de madera que envenena el debate. Han creado un bosque de palabras –un bois, en la otra traducción del vocablo francés– en el que esconderse y ocultar la verdad. La arboleda es tan profusa a estas alturas de la crisis que ya se habla de «neolengua» en referencia al lenguaje del Gran Hermano en la novela de George Orwell, 1984.

 

La diferencia es que el Big Brother utilizaba expresiones sencillas y directas mientras que la neolengua de nuestros políticos tiende a los largos circunloquios y eufemismos con los que encubrir sus medidas más impopulares. En lugar de «recortes» dicen «optimización de recursos», a la subida de impuestos la llaman «cambio de ponderación impositiva», a la amnistía fiscal, «medidas excepcionales para incentivar la tributación de rentas no declaradas», a la emigración, «movilidad exterior», y para referirse al rescate a la banca, hablan de «prestamo en condiciones muy ventajosas ». El resultado es un galimatías burocrático tan rebuscado como incomprensible que podría describirse con el término con el que vulgarmente se nombra a una de las formas de la afasia: ensalada de palabras. La neolengua es como esa ensaladilla que se hace para aprovechar las sobras o el puré con el que se aprovechan las lentejas que se van a tirar, es decir, una forma de hacerte tragar lo intragable, la vaselina con la que hacernos comulgar con ruedas de molino.

 

Como diría Freud, este lenguaje afásico es el reflejo de una actitud esquiva frente a la ciudadanía propia de una vieja forma de hacer política que se bate en retirada. La crisis monetaria, social, sistémica se ha manifestado también en el lenguaje político. El empobrecimiento no ha sido solo económico, ha sido también semántico. Se han recortado hasta los significados con el fin de vaciar la crisis de contenido para minimizarla. Ni siquiera se la llamó «crisis» al principio y después se usó la definición de «catástrofe natural» para eximir a los culpables de sus responsabilidades.

 

Como muestra BigMouth (Bocazas), la obra del grupo belga SKaGeN, la base de un buen discurso político consiste en encontrar las palabras precisas para transformar incluso un argumento pobre en un razonamiento difícil de rebatir. Pero cuando la política pierde hasta los argumentos, solo le queda utilizar las palabras como un bosque para ocultarlo. Es lo que ocurre hoy.

 

En su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el psicólogo Oliver Sacks cuenta el caso de una paciente que era un polígrafo humano, capaz de percibir, por los gestos y el tono de voz, si el político que salía en televisión estaba mintiendo. Ahora tenemos la impresión de tener esa capacidad todo el tiempo. Ahora tenemos la impresión de que nos mienten casi siempre.

 

*Javier Gallego es periodista, director del programa de radio Carne Cruda 2.0.

Foto: Maya Wilsen