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Comunidad de Madrid
Albero y Ceniza; Entre Rilke y Hemingway

ALBERO Y CENIZA

GREG HICKS, CLARA MONTES, JOSÉ LUIS MONTÓN, YOLANDA MURILLO, CHRISTIAN LOZANO

Género: Cante, baile, toque

Albero y Ceniza; Entre Rilke y Hemingway

Albero y Ceniza: Entre Rilke y Hemingway

 

Las asociaciones entre toros, flamenco y copla, son numerosas y profundas. Más que asociaciones yo me atrevería a hablar de raíces comunes, de dos facetas de una misma moneda: un mismo sentimiento filosófico y una forma muy parecida de entender la vida. Albero y ceniza, no es sólo una descripción cromática del ruedo, es una definición esencial. La arena dorada de las plazas del Sur -el albero de las canteras de Alcalá de Guadaira- y la tierra oscura de algunas plazas del Norte; el oro y la ceniza: el esplendor burbujeante de la manzanilla y el vino tinto de las vides de España. Albero y ceniza es un título que resume no sólo la fantasía existencial de los toros, como expresión española, sino su vinculación a muchos hispanistas, o hispanófilos, que en los toros hallaron el sentido caballeresco del último héroe romántico: el torero. Y la alegría de una bulería o los sonidos negros de una seguiriya: por citar uno de mis mitos, Terremoto de Jerez, por ejemplo. O Fernanda de Utrera a la que Juan Ortiz, gran amigo por las tabernas del Arenal y poeta popular siempre, definió así: “Ni la alondra malhería/ que con su canto muriera/ se quejaría mejor/ que Fernanda la de Utrera”. O “nadie ha podido cantar/ como Fernanda de Utrera/ lloraba por soleá”. Cuando Fernanda murió, Juan Ortiz hizo la oración fúnebre en una memorable conferencia en Ronda, que empezaba así: “Buenas tardes, señores. Ha muerto la reina de la soleá”; en corto y por derecho, como los buenos matadores. La copla es otra historia; pero también está íntimamente ligada al arte de torear. La canción española ha unido a tonadilleras y toreros; la sentimentalidad de una bata de faralaes y la gracia o intensidad de un muletazo se han encontrado en matrimonios no siempre perdurables.

Albero y ceniza; de Rilke a Hemingway tiene, por otra parte, un significado más universal. Al pensar este espectáculo no he podido olvidarme de Orson Wells cuyas cenizas reposan en tierras de Antonio Ordóñez, mezcladas con la rubia arena de la Real Maestranza de Ronda. Los huesos del torero, gran amigo de Hemingway con el que compartió aventuras de tablao y callejón entre barreras, reposan bajo el ruedo de Ronda. Hay una conexión metafísica entre ambas tumbas, la de Orson en Valcargados y la de Antonio en su plaza y la de su padre, Niño de la Palma, la de los toreros machos.

Al establecer un puente ente Ronda y Pamplona he querido fundir distintas ramas del toreo y distintas ramas de la idea de la muerte. Los Sanfermines son la bacanal, el exceso orgiástico y báquico que Hemingway divulgó en reportajes y una célebre novela Fiesta. Ronda es el abismo orográfico de un tajo, un precipicio inmenso; es la tragedia y la fascinación. Hemingway aseguró que en Ronda las mujeres más bellas enloquecen de amor sin posibilidad de arrepentimiento. Y Rilke sintió aquí la presencia de sus ángeles terribles. Reiner María Rilke, Ernest Hemingway y, pasando por Granada, Washington Irving (Cuentos de la Alhambra) son la columna vertebral de este oratorio flamenco y torero; y el eco lejano de los románticos franceses, Próspero Merimé y su Carmen inmortal. Son las mentes preclaras que reconocen la universalidad de una Fiesta ritual, antigua y, todavía, grande.


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