Siguiendo la estela abierta en la pasada edición, el Festival de Otoño vuelve a apostar por llevar la creación contemporánea a los municipios de la Comunidad de Madrid, en este caso a Móstoles y, como sucediera en 2022, que tuvimos a Robert Lepage, este año nos visita otra creadora canadiense, Catherine Gaudet, que presentará una pieza arrolladora en el Teatro del Bosque, colaborador fundamental una vez más para que este feliz acontecimiento escénico se produzca.
Hay una pequeña y preciosa historia detrás de este montaje que tiene que ver con la extraordinaria inteligencia adaptativa que tiene el ser humano y con cómo esa capacidad deviene en arte. Visto así, tiene mucho sentido que la pieza se llame Les jolies choses (Las cosas bonitas). La obra no parte de una idea inicial, un tema pensado de antemano. Su creadora, la coreógrafa canadiense Catherine Gaudet, no trabaja así, sino que empieza por escuchar el impulso del cuerpo, lo que está necesitando. Cuando los sucesivos confinamientos fueron cayendo después de la pandemia y las compañías podían volverse a reunir en una sala de ensayos para trabajar, el equipo habitual de Gaudet estaba eufórico con el reencuentro y lleno de gratitud, pero todavía había que guardar distancias físicas, no se podían tocar, con lo que comenzaron a explorar otras formas de conexión para revertir esa distancia, probando incluso la telepatía. Estaban buscando una suerte de contacto espiritual, que se tradujo en un movimiento cadencioso y minimalista, una abstracción coreográfica más contemplativa, un gesto depurado y una economía motora. Gaudet desarrolló una partitura gráfica basada en gestos sencillos, mecánicos, y en un momento dado, los cinco bailarines, tres hombres y dos mujeres, se unen en el centro para formar una especie de plataforma giratoria hecha de cuerpos, una figura colectiva donde todos giran, juntos, pero con distancia.
Pero los rigores pandémicos fueron quedando atrás y el mundo volvió a mostrar toda su violencia. De la misma forma, una coreografía aparentemente sencilla e inofensiva, fue manifestando su dureza intrínseca, sobre todo para los ejecutantes, mental y físicamente. Porque además los bailarines que se colocan en el extremo de la “máquina” giratoria tienen que doblegar su esfuerzo para mantener la fluidez y la exactitud de la unidad colectiva. Se genera una tensión entre esa euforia común y la resistencia violenta de cada cuerpo en pos del conjunto, asumiendo que están atrapados en la máquina y que al mismo tiempo ellos son la máquina. El juego se convierte en obligación y va ganando presión y llega un momento en el que es necesario descomprimir. Esto hace que la pieza vaya ganando en intensidad en un crescendo brutal que te mantiene, como espectador, hipnotizado y al mismo tiempo sufriendo y admirando lo que hacen esos cinco bailarines portentosos.
Preguntada en una entrevista por qué había titulado la pieza así, Las cosas bonitas , Gaudet respondió: “el título se refiere a la fricción entre los ideales colectivos en los que nos proyectamos y la realidad del medio artístico actual. La pieza reacciona al ideal de vivir juntos frente a la dificultad de llevar a cabo esta ilusoria tarea. Cuando pienso en esta fricción, la sociedad del espectáculo me salta a la cara. Yo también me enfrento a los esfuerzos que tengo que hacer para mantener mi identidad artística y mis propios ideales. Siento una fuerte reacción a encajar en el molde del sistema para agradar. Siento el deseo de salir de una forma de complacencia cortando por lo sano, aunque ello suponga correr el riesgo de desagradar. Hay una ira nutritiva que anima la pieza, un momento de revuelta casi adolescente. Se deja oír su reclamo de autonomía y libertad”. Y esto es precisamente lo que se siente viendo esa danza mecánica que va impregnando de sudor y gesto extenuado los cuerpos de los bailarines: se siente el deseo de la heterodoxia, la huída del canon a través de una partitura de movimiento que se repite pero que, de tanto en tanto, se rompe por el impulso animal, hasta llegar a un final vibrante donde comprobamos hasta qué punto se ha generado un lazo invisible entre el escenario y la platea, hasta qué punto somos todos parte de la máquina de la que no podemos salir.