Charla profesional en el Centro Coreográfico María Pagés
El conocimiento humano del movimiento es casi tan primitivo como nuestro discernimiento sobre el color. Sin embargo, al movimiento que representa y expresa los sentimientos, no se le da ninguna importancia. La cultura no nos ha enseñado a percibirlo así. Por eso, nuestra capacidad de pensarlo es casi nula. Esa insolvencia nos impide asumir que hay tanta armonía en el movimiento como en la música y el color.
El movimiento, sin duda alguna, expresa la mejor conexión entre la poesía y la danza. La primera es tan coreográfica como la segunda. A ambas les une la misma eterna búsqueda de la armonía ética. En ambas, la forma y el sentido son fundamentales. Constituyen, sin duda alguna, los instrumentos físicos que tanto la poesía como la danza necesitan en su viaje mano a mano hacia la trascendencia.
Poetas, músicas, coreógrafas y coreógrafos, unidos por una misma aura de transmutación, trabajan con sus ideas, conceptos, vivencias o sentimientos desde un trance de tonalidades que facilita la concepción de sus mensajes como imágenes en movimiento, que bailan desde las palabras, con las palabras y entre las palabras. En este proceso, la música, incluso cuando su base es el silencio, se erige como un fabuloso puente que media entre la danza y la poesía.
Se baila y se escribe porque somos seres hechos a la imagen y a golpe de ritmo, el nuestro, que no es más que el eco y el recuerdo de otro, más inasible, más impenetrable, como lo es la propia creación del universo. Este cosmos bachelardiano, donde la casa es nuestro rincón del mundo y nuestra primera creación, se construye con paradigmas objetivos, que necesitan algunas preguntas. ¿Cómo se traduce un verso a un fraseo coreográfico? ¿Hay una linealidad posible? ¿Cómo la palabra participa en la construcción del imaginario coreográfico y hace posible que un movimiento se transforme en una apuesta estética comprometida con el mundo?